Cuando un caballo se nos mete en la frase
Uno de los chistes de Les Luthiers pone en evidencia la falsa universalidad de los vocablos masculinos supuestamente genéricos: el gerente de una embotelladora de bebidas, está explicando la maravilla de las nuevas máquinas que permiten procesar las gaseosas sin intervención de la mano del hombre. Ante la admiración del auditorio por el avance industrial que esto representa, el relator prosigue: “Las máquinas serán atendidas exclusivamente por mujeres”.
Aunque este chiste no resulta gran cosa como gracia, vale más que cualquier explicación lingüística para hacer notar cómo el genérico en el lenguaje produce ambigüedad, inexactitud e incertidumbre y sobre todo nos inclina a pensar en varones.
Es bien sabido que las palabras nos inducen a ubicarnos ante las cosas y el mundo, y el hecho de que en castellano el género masculino haya adquirido la propiedad de subsumir al femenino, constituye una especie de usurpación por parte de quienes pretenden representar a la totalidad de la especie. La trampa consiste en que este género igual puede ser amplio y abarcador de modo que sí incorpore a quienes supone incluir, o puede estar impidiendo la entrada de mujeres, como los conserjes de un club inglés. La holgura de su cercado depende de un contexto, de un propósito, de una conciencia, de una voluntad.
La Academia declara tener la misión de “cooperar al mantenimiento de la unidad lingüística” de quienes hablamos castellano y nos valemos de él “como instrumento expresivo y conformador de una misma visión del mundo y de la vida”. Aceptamos que es así, pero también sabemos que esa casa cuyo lema es “limpia, fija y da esplendor”, mantiene el hacha de guerra en alto contra las prácticas inclusivas. Esto nos sugiere que la visión del mundo y de la vida que busca mantener, es la que durante años contados por miles, ha colocado a un sexo respecto del otro en la posición de “como mande el señor”. Y así, limpia y fija según le conviene. El esplendor no puede darlo. Eso solo lo consiguen las grandes obras literarias.
Hay quienes defienden que el masculino, verdaderamente, por su carácter “genérico”, alberga a la humanidad entera, y alguno incluso ve en esto una acción generosa por cubrirnos a todas con el paraguas de todos. Para evitar errores, vale la pena recordar los resultados de las muchas investigaciones existentes sobre los efectos de ese paraguas sobre las mujeres. El recuento nos dice que potencia los estereotipos de género, nos oculta, excluye e infravalora y nos coloca en una posición de dependencia y provisionalidad en el lenguaje; puede generarnos alienación y pérdida de identidad, afectar nuestro autoconcepto y autoestima y perjudicar nuestra nominación para cargos políticos y ocupacionales.
Sobre esto último, una investigación de Pamela Jakiela y Owen Ozier en 2018, incluso determinó que el género gramatical resulta “especialmente importante” como configurador de las opiniones sobre el papel apropiado para las mujeres en la sociedad”, y tiene un impacto directo sobre sus oportunidades en la fuerza de trabajo, con una reducción de hasta 12 puntos porcentuales. Este estudio llega a concluir que las lenguas con género “mantienen a aproximadamente 125 millones de mujeres en todo el mundo fuera de la fuerza laboral”.
La provisionalidad de nuestro lugar en el idioma, para que se entienda, deriva de aquella regla según la cual si estoy entre un grupo exclusivamente femenino voy a decir “nosotras”, pero en el mismo instante en el que se sume un varón, e incluso, según el caso, cualquier ser vivo con testículos, debo cambiar a un “nosotros”. Esta regla se entiende mejor en un ejemplo extremo que pone la lingüista española Mercedes Bengoechea, cuando señala que una frase como “cansados llegaron los tres al pueblo”, igual puede referirse a dos hombres y una mujer, que a “dos mujeres y un caballo”. Con lo cual hace ver, de paso, cómo las normas de concordancia pueden estar cargadas de insinuaciones un poco inquietantes para la mitad devaluada de la especie.
Entre quienes miran estos reclamos por encima del hombro y sugieren que en esto estamos detrás del palo, cunden las admoniciones que pretenden hacernos callar. Nos dicen, por ejemplo, que cuando la realidad cambie, va a cambiar el lenguaje. La recomendación explícita es que mejor nos pongamos en la cola. Pero hay muchas evidencias en el sentido de que los cambios en el lenguaje pueden inducir cambios en la sociedad, de modo que obedecer el consejo es empezar perdiendo.
Nos advierten también que cometemos el error de confundir género gramatical con género sexual, por pura ignorancia. Pero no hace falta haber pasado muchas horas en las aulas para darse cuenta de que, cuando se trata de seres vivos, el género gramatical se ajusta al sexo de sus referentes como un guante a la mano, de modo que es capaz de proyectar en él todos los estereotipos culturales que lleva encima.
Y por último lo que viene a ser primero: nos intentan convencer de que el sexismo no está en el lenguaje sino en el uso. O sea que nos rascamos donde no pica. La verdad es que el sexismo está por todas partes, como las bacterias. Pero en lo que respecta nuestro asunto, se puede observar sin mayor esfuerzo que ciertamente está en el uso, donde es evitable o al menos atenuable con algo de formación; pero lo más grave es que está en la gramática (el espinazo mismo del idioma), que nos manda concordar en masculino, como se ve en el ejemplo del caballo y las mujeres. La Academia nos aclara que esto es más o menos cosa de nada, simples “marcas de concordancia” sin malicia ni matiz, que “carecen de interpretación semántica”: un inocente y simple mecanismo de economía del idioma, porque no hay duda de que “nosotros” resulta más ahorrativo que “nosotros y nosotras”.
Y bueno, como el ahorro resulta ser un argumento contundente, vamos a fiarnos de las desconfiables afirmaciones de la Academia cuando nos intenta hacer tragar eso de que en tales marcas no hay implicaciones ideológicas: si no hay valor semántico, no son significativas. Aceptemos por un momento que el género gramatical y las marcas de concordancia valen menos que la hache de “huevo” y de “huero”. En ese caso, vamos a sugerir, en bien de la economía y del reparto justo, que en lo sucesivo el genérico sea el femenino, de modo que “las tres llegaron cansadas” pueda referirse a dos hombres y una yegua.
Mientras la Academia y el uso se nieguen a aceptar esta proposición, seguiremos sospechando que el lenguaje no es tan inocente como se nos quiere hacer creer, y que en esta discusión, las marcas no son simples minucias gramaticales, inocuas como una pastilla de menta: en realidad, constituyen uno de los tantos pilares ideológicos con los que el patriarcado jerarquiza a los sexos, y se mantiene y se apuntala a sí mismo en disfraz de buen hablar.