La diversidad sexual es una categoría política y conceptual que emerge de las luchas por el reconocimiento de identidades, expresiones y prácticas sexoafectivas que históricamente han sido marginadas por el orden heteronormativo. Este orden impone la heterosexualidad como la única forma legítima de deseo y vinculación; deslegitimando cualquier vivencia que se desvíe de dicha norma. En sociedades heterocentradas, se privilegia a quienes se ajustan a esta norma, mientras que quienes disienten de ella (mujeres, personas LGBTIQ+ e identidades no binarias) son relegadas a posiciones de menor reconocimiento social, simbólico y jurídico (Valcuende del Río et al., 2016). La diversidad sexual, en este contexto, no solo visibiliza esas experiencias, sino que las reivindica como legítimas y dignas de respeto. Este concepto también problematiza la naturalización de las categorías binarias y propone comprender la sexualidad y el género como dimensiones movibles, versátiles y subjetivas, más allá de determinismos biológicos o sociales. La persona es, así, el sujeto central de derechos, por encima de cualquier clasificación impuesta.
Tal como señala el Ministerio de Salud de Costa Rica (2016), “este concepto pretende reivindicar que las expresiones de la sexualidad son diversas, es decir, que existen muchas y diferentes posibilidades. [...] No hace referencia solamente a las orientaciones sexuales homosexuales o las identidades de género trans; la heterosexualidad y las identidades coincidentes con el sexo al nacer [...] también forman parte de la diversidad sexual, pues este paradigma pretende trascender la dualidad normal-anormal, a comprender que todas las expresiones son válidas” (p. 20). Desde esta perspectiva, la diversidad sexual no se limita a enunciar diferencias: interpela al sistema que las ha jerarquizado, y plantea la necesidad urgente de reconocer la dignidad, la agencia y los derechos de todas las personas, sin excepción.